MUCHO RUIDO  

Spencer Tunick fotografió finalmente a más de mil personas desnudas en Donostia,  a pesar de la lluvia, la bajas temperaturas y su mala educación, que a punto estuvo de provocar un plante de los periodistas acreditados.

   Mientras Spencer Tunick encaraba la última de sus fotografías en la playa de la Zurriola, colocando minuciosamente a las parejas que se prestaron para una última pose más erótica –según las crónicas-, que las anteriores, tres personas lloraban en silencio apenas veinte metros más allá. Arrojaban flores al mar en un gesto emocionado de despedida seguramente hacia un ser querido. Veinte  metros que marcan la frontera entre dos mundos absolutamente distintos, incompatibles. De un lado, el mundo virtual del espectáculo, de la escenificación, de la atención desmesurada de los medios de información, del arte y del negocio. Del otro, el mundo real, silencioso, privado y pudoroso, menos llamativo pero mucho más humano, a pesar de las decenas de cuerpos humanos desnudos desparramados en el rompeolas. Nada nuevo bajo el sol, por otra parte.
   Desparramados. Amontonados. Los intentos por relacionar en el plano teórico las fotografías de Tunick y la estética de los cuerpos sufrientes en los campos de concentración nazis han chocado siempre con el rechazo por parte del autor hacia tal comparativa. Sin embargo, la realidad es tozuda y las inolvidables imágenes del holocausto han dejado una huella indeleble en nuestra memoria, de forma que la contemplación de una fila de cientos de personas desnudas obedeciendo sin rechistar las órdenes a voz en grito amplificadas por un altavoz e impartidas desde una grúa que lo domina todo, nos transportan inmediatamente a otro referente: filas de personas desnudas y anónimas, obedeciendo sin opción las órdenes impartidas desde altavoces, rodeados de alambradas y custodiados por soldados de las SS en un ambiente brumoso y aterrador. ¡Qué se le va a hacer! La memoria es caprichosa y no tenemos demasiada capacidad de intervenir en ella. Y claro, oír al norteamericano pedir a las mujeres de pechos caídos o pálidos que se sitúen en los planos más alejados, oírle gritar malencarado a los periodistas o verle gesticular desaforado mientras pretendía limpiar absurdamente la playa de surfistas y mirones suena demasiado a todo tipo de prejuicios y de complejos, y desde luego no encaja con los planteamientos que viene aireando desde que comenzó a explotar su particular filón, y aún menos con el espíritu libre con el que se supone que acuden los miles de voluntarios dispuestos a participar en sus obras. Aunque incluso esto puede ser matizable, pues no es fácilmente comprensible oír a cientos de personas desnudas y manejadas a su antojo por Spencer Tunick insultar a los periodistas haciendo un extraño alarde de libertad. Que se sepa, la libertad no depende de la ropa que se lleve o se deje de llevar encima, sino más bien de otras cuestiones bastante más importantes.  
   Los intentos por justificar teóricamente la obra de Spencer Tunick abundan en cultivar las dicotomías, los contrastes, las contradicciones…, todo ello aderezado por las consabidas gotas de provocación, espectáculo y transgresión. Confrontaciones teóricas entre la belleza y la fealdad, lo natural y lo artificial, la vulnerabilidad humana frente a la agresión urbana, la masa y el individuo, lo sexual y lo asexuado… Sin embargo, parece que los planteamientos del norteamericano se mueven en planos mucho menos sutiles, tanto en el circo mediático en que convierte la toma de sus fotos como desde luego en el resultado final, en las propias imágenes finales, que sin duda –y comprensiblemente-, no llegan a cumplir las enormes  expectativas generadas. El espectáculo de sus instalaciones es lo suficientemente transparente como para hacer de él algo previsible y decepcionante –salvo quizás para quienes participan de forma activa en él-, y las fotografías que obtiene no terminan de desembarazarse del peso de su momento de gestación, ni tampoco alcanzan el reconocimiento rotundo como obras de arte al que aspiran, probablemente porque deben satisfacer excesivos peajes, entre los que destacan las referencias evidentes a ciertas iconografías del cuerpo que se interpretan negativamente, como por ejemplo el cuerpo masificado, el cuerpo debilitado, el cuerpo perfecto, el cuerpo como espectáculo y, desde luego, los cuerpos inertes amontonados, algo que siempre reconoceremos como una ignominiosa práctica humana que se repite sistemáticamente como consecuencia de guerras, genocidios, torturas, crímenes, etc,…,  contra lo que nos rebelamos, porque nos habla de nuestra propia miseria. La misma miseria a la que conduce referirse a los cuerpos humanos cosificándolos en un contexto sin gestos individuales, donde ninguno de los cuerpos puede ser aislado o identificado como una persona particular, sino que se diluye en una masa amorfa a la que de ninguna manera podemos sentirnos próximos.
   Spencer Tunick controla sin duda los resortes que mueven la maquinaria del arte contemporáneo, quizás con excesiva ansiedad, aunque eso resulta comprensible. Lo sorprendente es su capacidad para crear la necesidad de consumir sus masivas convocatorias, que arrastran por igual a las autoridades de las grandes ciudades, a los voluntarios para participar desnudos en sus instalaciones, a los medios de comunicación, etc,…, porque no quedan claras las razones en que se fundamenta esa necesidad. ¿Se trata de una necesidad artística, mediática, económica? ¿Se trata de explicitar el grado de libertad alcanzado por la sociedad occidental o más bien de demostrar hasta qué punto los cuerpos de cientos de personas son manipulables con una finalidad artística?Al final, claro, todo salió como estaba previsto, cada cual se aplaudió a sí mismo tras el evento y el propio Spencer Tunick seguramente el que más, por razones evidentes. El espectáculo funcionó, que era lo importante, aunque lamentablemente –como suele pasar con este tipo de saraos-, no haya causado el menor problema. 


Clemente Bernad 2006
Publicado en Mugalari/Gara, 2006.
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