ARROJAR LUZ

   La guerra que se desató en el Estado español tras la sublevación el 18 de julio de 1936 de militares de ideología fascista apoyados por la iglesia católica, por la mayoría de partidos de derecha y por fuerzas paramilitares contra el gobierno de la II República supuso, entre muchas otras cosas, la llegada a la mayoría de edad del fotoperiodismo tal y como lo entendemos en la actualidad. Hasta entonces, los fotógrafos que acudían a las guerras se tenían que contentar con realizar retratos posados de los combatientes junto con vistas más o menos generales y descriptivas de los lugares en los que se desarrollaban las batallas. La aparición de cámaras ligeras y fácilmente transportables, de ópticas luminosas y de películas de alta sensibilidad permitió que un grupo de fotógrafos mostrara un conflicto bélico de una manera hasta entonces desconocida. Agustí Centelles, los hermanos Mayo, Gerda Taro, «Chim» Seymour, Robert Capa y tantos otros pudieron moverse con rapidez y ligereza y consiguieron documentar los horrores de aquella guerra —o mejor, de las varias guerras simultáneas que acontecieron— y contar cómo se resistió contra el fascismo hasta el final. Sus fotografías transmitían inmediatez, acción, testimonio, drama, autenticidad y tragedia, es decir, todo aquello que aún se valora como imprescindible en la mejor fotografía de guerra, y han contribuido a hacernos comprender nuestro pasado por horrible que fuese, a crecer como personas, a saber mejor quiénes somos y dónde estamos.
   Sin embargo, mientras todos aquellos fotógrafos se esforzaban por contar cómo se combatía en los distintos frentes y cómo se vivía en la retaguardia, tenía lugar una silenciosa, sangrienta y cruel represión sobre la población civil ejercida por las tropas golpistas y por elementos paramilitares, que torturaron, mataron e hicieron desaparecer a decenas de miles de personas, y que no fue documentada por cámara alguna. No había presente ningún fotógrafo mientras se asesinaba impunemente a miles de españoles, se arrojaba sus cuerpos en cualquier cuneta, se expoliaban sus bienes y se ultrajaba a sus familias. No hubo nadie que registrara aquellos crímenes bárbaros para contar al mundo lo que estaba ocurriendo. Las cámaras siempre resultan molestas cuando lo que sucede ante ellas son crímenes contra la humanidad, asesinatos, violaciones o actos que se pretende ocultar. Más tarde, la dictadura se ocupó de glorificar a sus muertos y se esforzó en exhumar sus cuerpos, darles digna sepultura y rotular con sus nombres las paredes de todas las iglesias y plazas para imponer el desprecio, la crueldad y la memoria arrogante e implacable de los espurios vencedores hacia los vencidos, ocultando bajo un pesado manto de silencio y olvido a quienes yacían sin nombre ni recuerdo por los montes y cunetas de todo el país.    
   Hasta ahora. Es hoy, más de 70 años después, cuando los nietos de aquellos asesinados abren la tierra y exhuman cuidadosamente los restos de los suyos en un acto de dignidad, de memoria, de orgullo, de rabia y de amor. Y ahora sí que están las cámaras para fotografiar cada una de las exhumaciones que se realizan, cada uno de los huesos que sale a la luz, cada uno de los objetos —alpargatas, hebillas, gafas, anillos, lápices, mecheros, botones— que emergen detenidos en el tiempo, y también cada uno de los rostros que se asoman a esos pozos negros, para mostrar cómo aquello que sucedió y que se quiso ocultar surge de la tierra buscando simplemente su lugar en la historia. Dice Tzvetan Todorov que es mejor no enfrascarse en combates estériles contra el pasado y que es preferible atender al examen de la razón que sacralizar la memoria, y probablemente sea cierto. Pero la razón nos dice que decenas de miles de personas fueron efectivamente asesinadas en el Estado español a partir del 18 de julio de 1936 en lo que constituye un crimen contra la humanidad, un auténtico holocausto  aún por juzgar. La memoria de todas esas personas no necesita de sacralización alguna, únicamente de verdad, justicia, luz y respeto.
   Y las imágenes documentales pueden ser extremadamente útiles para ayudar a conseguirlo. Las fotografías que se toman durante los trabajos de exhumación de los restos de los asesinados cierran aquí y ahora su particular círculo de la guerra de 1936, mostrando años después lo que entonces se quiso ocultar y no se pudo fotografiar. Los fascistas españoles fueron sin duda el espejo en el que Himmler se miró cuando dijo en Posen aquello de que la «solución final» sería «una página gloriosa de nuestra historia que nunca ha sido escrita y que jamás lo será». Pero se equivocaron, mal que les pese a muchos. Se equivocaron quienes pensaron que todo sería finiquitado técnicamente mediante una «transición» extremadamente benévola con los culpables. La demanda de justicia y de memoria no se detiene ante leyes insuficientes, plazos de prescripción artificiales o decisiones políticas interesadas, porque aúlla desde los crímenes contra la humanidad cometidos y empuja desde el pasado sin descanso.
   Por eso no se trata tan solo de enseñar lo que se hizo sino también de mostrar lo que se está haciendo ahora, de testimoniar cómo miles de personas se vienen reuniendo desde hace años ante pequeños trozos de tierra para extraer con cuidado los restos de los asesinados, durante días en los que se trabaja, se habla, se convive, se recuerda y se llora mucho. Las imágenes documentales se hacen aquí y ahora, y apenas tienen otra finalidad que contar aquello que nos sucede. Pero representar la realidad a través de fotografías no es sencillo porque estas no son todo lo elocuentes que pudiera parecer, sino analogías de lo real matizadas, filtradas y procesadas por múltiples convenciones que es necesario conocer para efectuar una lectura adecuada. Por eso las imágenes que generan las guerras suelen ser problemáticas, porque hablan de muerte, de atrocidad, de violencia y de destrucción, por lo que han sido sistemáticamente acusadas de amorales, obscenas e impuras, y alejarse de ellas se valora inopinadamente como un gesto respetuoso de gran valor ético, como si fueran apestadas y su sola contemplación fuera contaminante.
   Pero, ¿por qué?, ¿en función de qué criterios de análisis de las imágenes?, ¿a qué moral, a qué principios éticos?, ¿a qué consideraciones sociales o políticas? No podemos olvidar que los discursos más difundidos respecto al hecho fotográfico provienen de dos enfoques diferentes que confluyen justamente al mostrar enormes prejuicios por las imágenes en las que la crueldad y la violencia son más explícitas: por un lado los teóricos considerados clásicos de la fotografía (mayoritaria y curiosamente a través de reflexiones de carácter filosófico o literario), que en su análisis ontológico del dispositivo fotográfico terminan dándose de bruces contra su enorme complejidad y arrojándose en brazos de la ambigüedad y de la metáfora para intentar descifrar lo que las imágenes fotográficas simplemente muestran. Y por otro los teóricos del arte y del espectáculo, mucho más interesados y arteros, que pretenden erradicar las imágenes que menos pueden controlar, las más combativas, aquellas que duele mirar y que cuestionan todos nuestros principios éticos, en un obsceno intento por equipararlas con las imágenes vacías, conformistas y alienadas con que nos bombardean a diario, como si en esto de la imagen todo el monte fuera orégano. Pero afortunadamente no lo es.
   Creo que este es el momento en el que las imágenes necesitan imperativamente de un análisis diferente —posiblemente sociológico, político, antropológico, psicológico o pedagógico— que priorice los contextos sociales y discursivos en los que se insertan dichas imágenes y que no se enfangue en disquisiciones bizantinas acerca de las carencias y de las limitaciones de lo visual. Un análisis que ponga el acento en todo aquello que es posible conseguir mediante los discursos fotográficos y no precisamente en lo que es imposible de alcanzar.  Todas nuestras herramientas de comunicación son limitadas y volubles, es seguro que nos llevan a engaño y que nos impiden llegar a conclusiones exactas, pero lo importante es saber si podemos avanzar con ellas, si son útiles para abrir puertas, para iniciar caminos, para intentar aprender, para saber por qué hacemos ciertas cosas, por qué actuamos así, por qué vivimos así, y también para preguntarnos por qué algunos deciden cometer crímenes incomprensibles.
   La realización de imágenes documentales lleva consigo la asunción de una gran responsabilidad. La persona que decide tomar una fotografía efectúa un acto que no es en absoluto inocente y que aún lo será menos cuando esa fotografía sea mostrada en público en diferentes contextos, casi todos ellos fuera del control de quien la hizo. El autor de la imagen toma una serie de decisiones estéticas, instrumentales, sociales y políticas de las que no puede en modo alguno escapar. Decide qué o a quién fotografiar, dónde, cuándo y cómo hacerlo. Y cada una de esas decisiones es una decisión que otorga sentido y cuyas consecuencias son imprevisibles. Más aún cuando lo que se decide fotografiar tiene que ver con las vidas de las personas, y mucho más cuando aquellos que son fotografiados se hallan en condiciones extremas de pobreza o de degradación humana sumamente comprometidas. Los dramas humanos acontecen entre los mayores sufrimientos y las escenas más atroces que se pueda imaginar, y optar por imágenes que transiten entre el horror y la desolación para contar tales hechos es tan pertinente como optar por discursos menos explícitos: depende del conflicto, de las circunstancias, del bagaje personal, de las urgencias, del miedo, del lugar que se ocupe, del punto de vista, de quien pague y de aquello que se quiera o se necesite decir; depende del sentido de la responsabilidad y de la capacidad para asumir riesgos.
   En esas condiciones —que son las condiciones en las que a menudo se desarrolla la fotografía documental— fotografiar es un acto político para el que no basta con sujetar una cámara fotográfica entre las manos. Es necesaria una conciencia social sin la cual lo mejor es quedarse en casa, al menos para no estorbar. Pero a partir de ahí el debate se simplifica enormemente, sobre todo cuando se pasa de las intenciones a los hechos y se ponen las imágenes sobre la mesa. «Debemos permitir que las imágenes atroces nos persigan», escribió Susan Sontag en su libro Ante el dolor de los demás, desandando parte del camino que ella misma había recorrido en el libro Sobre la fotografía y renunciando de alguna manera a aquella ingenua ecología de las imágenes a la que se refería en su último párrafo. Y no son de extrañar tamaños cambios de perspectiva, porque se nos ha inoculado un virus que hace que desconfiemos por sistema de cualquier imagen, que huyamos de ellas como si fuesen a contagiarnos quién sabe qué enfermedad, qué responsabilidad o qué culpabilidad, como si pudiesen ejercer sobre nosotros misteriosos hechizos. Esto, sumado al creciente interés por aligerar todo aquello que consumimos para que podamos seguir consumiendo constantemente sin que nada nos despierte de nuestro sopor, hace que las imágenes que deglutimos diariamente estén completamente desactivadas y se nos ofrezcan despojadas de cualquier contexto que les otorgue sentido.
   Porque el contexto es decisivo en toda circunstancia. Es fundamental comprender que la lectura de cualquier fotografía está completamente determinada por su contexto. Es decir, es necesario saber quién la muestra, dónde la muestra, en qué condiciones y con qué intenciones se muestra para poder analizar cuáles van a ser sus significados en cada momento. La letanía dominante intenta convencernos de que estamos rodeados de imágenes sanguinarias y violentas, de que somos partícipes de una pornográfica orgía irrespetuosa con la dignidad humana, pero realmente se nos escamotean las imágenes y los contextos imprescindibles, aquellos que nos permiten llegar a comprender las claves de los hechos desde una perspectiva crítica y sobretodo huir de la tautología visual a la que estamos constantemente sometidos. Para ello es necesario desprenderse de prejuicios, de cómodos complejos de culpabilidad, de gazmoñería cultural y de consejos pusilánimes, dotarse de un contexto referencial adecuado, abrir los ojos con hambre de conocimiento y comenzar a leer imágenes; en suma, construir una mirada sólida y políticamente educada, como bien lo expresó Walter Benjamin. Es cierto que el mundo es ahora más complejo que hace 75 años, pero tenemos la obligación de comprenderlo, y las imágenes documentales pueden ayudarnos efectivamente a hacerlo si las leemos sin escrúpulos y profundizamos críticamente en aquello que nos proponen. Creo que es razonable prevenir la banalización y la espectacularización de las representaciones, para lo que es necesario producir discursos visuales  consistentes que sean capaces de discutir con otros tipos de propuestas, que no cierren caminos sino que propongan lecturas abiertas y libres, así como es necesario que seamos conscientes de los diferentes sentidos que adoptarán según sus utilizaciones. 
   Y para ello las imágenes que necesitamos no son aquellas que requieren seguir grandes recorridos conceptuales o artísticos, construir teatritos afectados, falsear o escenificar nada, no necesitan recrear aquello que sucedió o teorizar sobre la conveniencia de buscar enfoques más creativos o elusivos; las imágenes más necesarias son las que no buscan coartadas ni dimiten justificándose en la gravedad de los hechos. No vamos a ser cómplices de asesinos ni de violadores por contemplar el horror de sus crímenes, ni las víctimas van a ser nuevamente violadas por el fotógrafo o por nuestra mirada estupefacta. Dejémonos de supersticiones. Por el contrario, necesitamos esas imágenes para saber, para comprender; para comprobar qué pasó, para conocer cómo pasó y  para empezar a caminar hacia el «por qué» pasó. Sin embargo hay que recordar que los discursos de ficción han instalado en nuestros hábitos culturales unos esquemas de lectura que nada tienen que ver con los discursos documentales de referente real. No podemos olvidar que estos últimos suelen mostrar las carencias, contradicciones y ambigüedades de la vida real, en la que los porqués no suelen tener respuesta y en la que no hay personajes que desempeñen roles sino personas cuyos comportamientos son imprevisibles. En los buenos discursos documentales no hay actores que se ajusten a lo que alguien escribió en un guion, ni finales felices o infelices que pongan la guinda a la historia, sino la vida de las personas en bruto, con aristas, sin pulir, con sus hechos incomprensibles, estridentes, imperfectos o impuros, pero reales. Por ello no podemos exigir a los discursos documentales soluciones ni respuestas. Así, de la misma manera que es necesario que los huesos de estos miles de muertos salgan a la luz, es imperativo proteger las imágenes que nos lo muestran. Esa sí es una ecología de las imágenes respetuosa con la memoria y el conocimiento, que renuncia a hacer clasificaciones morales gratuitas como si aún fuésemos párvulos.      
   Y para obtener dichas imágenes basta —como en el caso que nos ocupa— con ir allá donde están pasando las cosas, los mismos lugares donde sucedió el crimen, exactamente donde ahora crece sin tapujos la memoria, y mirar. Basta con ir ahí, a esos lugares tan cerca de nuestras casas, donde ahora mismo pasa algo que es imprescindible fotografiar, y hacerlo sin remilgos pero con responsabilidad. Y mostrarlo. Ni más ni menos. Mostrar los huesos tal y como salen a la luz, después de tantos años. Mostrar las calaveras destrozadas, los agujeros de los disparos,  los huesos rotos, las posturas indignantes, los lugares donde fueron arrojados como animales para fermentar una tierra que aún sigue caliente; mostrar el horror de la muerte y de la depravación humana de manera que sea posible sentir el asco y el desprecio por aquellos crímenes injustificables. Mostrar cómo la vida y la muerte se encuentran en torno a esas fosas, dejar hablar a los muertos y que sus palabras se confundan con las de los vivos para saber exactamente qué ocurrió.  Mostrar los rostros y las lágrimas de los hijos, de los nietos, de los amigos y de quienes sienten que su lugar está allí, junto a ellos. Justo allí, en las difíciles costuras de la historia, donde se oye el eco de Antígona y donde el voluble pasado se corrige a la luz del presente.
   Pero no nos engañemos. No podemos sustituir las versiones oficiales de los vencedores —cerradas y monolíticas— por relatos igualmente cerrados. Después de tantos años de discursos basados en la autoridad y en el miedo no sería aceptable devolver la misma moneda. Es necesario construir relatos complejos, abiertos, vulnerables, polifónicos, que nos permitan transitar por ellos sin pedir permiso. Por eso las miles de fotografías, de vídeos y de testimonios que se toman a pie de fosa por quien quiera que allí se encuentre contribuyen a elaborar un relato colectivo y mantenerlo vivo, impidiendo que se vuelva a congelar. Es cierto que las imágenes son incompletas, débiles e inciertas —quizá su sentido esté también escrito en el agua, como el nombre de John Keats en su epitafio—, pero abren puertas, muestran señales, indican caminos, hacen preguntas, inician, movilizan. Es suficiente. Los nombres de los miles de asesinados a partir de 1936 ya no están escritos en el agua, sino tatuados de manera indeleble en la carne de estas tierras. Está claro que las imágenes documentales sirven para algo, y no solo para despertar emociones, por intensas que sean. Y si lo dudan, prueben a hacerse la pregunta: ¿qué nos cuentan las fotografías de este libro? Y lo más importante: prueben a responderla.

Clemente Bernad 2011
Publicado en el libro "Desvelados", Alkibla Editorial 2011.

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