CABALLO DE TROYA
Aitor Ortiz toma como punto de partida una cantera de Markina para proponer un viaje fantástico a través de sus propios territorios estéticos. Un viaje para el que lo fotográfico no es más que una puerta de entrada: el resto del camino depende de cada uno.
Sobrecoge adentrarse en los oscuros espacios que acogen esta exposición de Aitor Ortiz (Bilbo, 1971). Lo puedo atestiguar porque la visité con mi hijo pequeño de la mano y se resistía a entrar en ese lugar tenebroso, sin límites precisos, con luces tenues que traicionan la percepción y donde además resuena un fragor extraño que exige estar alerta ante lo que pueda pasar. Un decorado generoso para una propuesta compleja y arriesgada, que supone un paso adelante por parte del autor más allá del territorio seguro en el que se movían sus obras anteriores, abandonando la acogedora aceptación de sus hiperrealistas paisajes virtuales para lanzarse a una nueva intervención digital en la que son mucho más patentes sus pretensiones estéticas.Una cantera de mármol de Markina es el escenario sobre el que se construyen estos paisajes evocadores y de clara vocación romántica, que hace que resuenen en nuestro interior con una sonoridad familiar, porque se dirigen directamente a los sentimientos, algo que el romanticismo privilegió por encima de todo. Así, nos sumergimos en un mundo misterioso, sombrío, febril y onírico, en el que -como en la mejor tradición romántica-, la fuerza de la naturaleza toma el protagonismo y se alza inabarcable en su poderío, inalcanzable en su exotismo. Aquí, más que en los angustiosos paisajes de Friedrich, se siente la magnitud de lo ilimitado, la impotencia ante lo desmesurado, la ansiedad ante lo sublime, quizás porque la fotografía aporta la dosis justa de huella real de la que carecen las pinturas.
Contemplando esta exposición y el tono general de la producción fotográfica contemporánea, no es muy disparatado pensar que las palabras se nos van quedando pequeñas para la variedad de soluciones que afrontan la representación visual. Quizás meter en el saco de lo fotográfico los primeros daguerrotipos, las imágenes de nuestro álbum familiar, las fotoperiodísticas, las policiales, las publicitarias, etc,…, haya sido inevitable hasta el momento, pero la compleja variabilidad del panorama actual probablemente exija una mayor riqueza, siquiera lingüística. Estas imágenes de Aitor Ortiz son un buen ejemplo de cómo la palabra fotografía se comporta con ellas como un corsé, porque van mucho más allá o se quedan mucho más acá de lo que ya esa vieja palabra significa. No en vano estas obras escapan de sus propios límites y se extienden por las paredes que las albergan, empapándolas, modificándolas, hiriéndolas.
Seguramente Aitor Ortiz consigue en esta exposición casi todo lo que pretende, entre otras razones porque apela sin ambages a la belleza –algo no tan romántico-, como vector del viaje que propone. Lo estéticamente agradable es, además de muchas otras cosas, persuasivo, y estos paisajes ambiguos atraen nuestra atención y azuzan nuestro interés por descubrir sus enigmas, complaciéndonos. Para ello utiliza herramientas de eficacia visual comprobada como la magnificencia en los formatos, fondos que se disuelven en una niebla misteriosa, y sobretodo esa luz casi religiosa que emerge desde el interior de la tierra, en cavidades excavadas como sagrarios en la roca, una luz que a veces se derrama como lava hirviente por las paredes limpias de la cantera; referencias que inevitablemente nos transportan a otros lugares, a situaciones probablemente no vividas pero que conforman el bagaje visual de muchos de nosotros. El autor ha tenido la habilidad de manejar con prudencia esos ingredientes que tan fácilmente pueden derivar en lo caricaturesco, sin dejar de arriesgar, como lo demuestra el hecho de imprimir algunas de las imágenes directamente sobre planchas de aluminio, algo que al menos en las condiciones lumínicas del espacio de Artium funciona con tremenda coherencia.
Contundencia. Las fotografías son raramente contundentes porque la realidad no suele serlo. La contundencia tiene más que ver con la ficción que con la vida, más con lo dramatizado que con lo contemplado. Ese es el territorio en el que estas imágenes se mueven con paso firme, porque no tenemos apenas referentes donde anclarnos ante ellas, porque la cantera negro de Markina parece obra de cíclopes o de extraterrestres, porque las fotografías/trampantojo nos obligan verdaderamente a acercarnos a la pared e incluso a tocarla para cerciorarnos de su falsedad. Es la fuerza de lo inaudito, la que nunca encontraremos en las fotografías que beben de lo real, como tampoco esa belleza mineral que sólo existe en nuestras ensoñaciones, en los decorados de películas góticas o en la ambientación de videojuegos.
Aitor Ortiz lleva mucho tiempo integrando sin pestañear las tecnologías digitales en sus obras, ofreciendo respuestas a lo que para la mayoría aún son preguntas sin resolver. No es lo alegórico el terreno donde las fotografías se mueven con mayor soltura, aunque sí puede serlo para estas imágenes que aún provocando asombro y pasión, no exigen del lector grandes implicaciones, quizás porque flotan ante nosotros sin referente alguno, sin nada que las descifre. Dejarse llevar por ellas es seguramente su mayor aspiración, dejarse acompañar por sus fantasías sin mayor intención que el mero disfrute, que no es poco. Lo fotográfico en ellas posee la dosis justa como para generar el interés y la duda, para invitar finalmente al deslumbramiento y guiar la mirada a través de lo meramente simbólico. Lo fotográfico funciona como un caballo de Troya que abre las puertas de lo literario para mostrarnos una escaramuza más de la secular confrontación entre naturaleza y artificio, donde el autor se comporta como un pequeño dios, un sólido creador capaz de mirar la imponente masa marmórea de Markina y de mostrarnos algo que sólo él es capaz de ver.
Clemente Bernad 2006
Publicado en Mugalari / Gara, 2006.
Exposición:
AITOR ORTIZ
Argizko hormak/Muros de luz.
Artium. Gasteiz.
2006ko otsailaren 8tik maiatzaren 1era
Aitor Ortiz toma como punto de partida una cantera de Markina para proponer un viaje fantástico a través de sus propios territorios estéticos. Un viaje para el que lo fotográfico no es más que una puerta de entrada: el resto del camino depende de cada uno.
Sobrecoge adentrarse en los oscuros espacios que acogen esta exposición de Aitor Ortiz (Bilbo, 1971). Lo puedo atestiguar porque la visité con mi hijo pequeño de la mano y se resistía a entrar en ese lugar tenebroso, sin límites precisos, con luces tenues que traicionan la percepción y donde además resuena un fragor extraño que exige estar alerta ante lo que pueda pasar. Un decorado generoso para una propuesta compleja y arriesgada, que supone un paso adelante por parte del autor más allá del territorio seguro en el que se movían sus obras anteriores, abandonando la acogedora aceptación de sus hiperrealistas paisajes virtuales para lanzarse a una nueva intervención digital en la que son mucho más patentes sus pretensiones estéticas.Una cantera de mármol de Markina es el escenario sobre el que se construyen estos paisajes evocadores y de clara vocación romántica, que hace que resuenen en nuestro interior con una sonoridad familiar, porque se dirigen directamente a los sentimientos, algo que el romanticismo privilegió por encima de todo. Así, nos sumergimos en un mundo misterioso, sombrío, febril y onírico, en el que -como en la mejor tradición romántica-, la fuerza de la naturaleza toma el protagonismo y se alza inabarcable en su poderío, inalcanzable en su exotismo. Aquí, más que en los angustiosos paisajes de Friedrich, se siente la magnitud de lo ilimitado, la impotencia ante lo desmesurado, la ansiedad ante lo sublime, quizás porque la fotografía aporta la dosis justa de huella real de la que carecen las pinturas.
Contemplando esta exposición y el tono general de la producción fotográfica contemporánea, no es muy disparatado pensar que las palabras se nos van quedando pequeñas para la variedad de soluciones que afrontan la representación visual. Quizás meter en el saco de lo fotográfico los primeros daguerrotipos, las imágenes de nuestro álbum familiar, las fotoperiodísticas, las policiales, las publicitarias, etc,…, haya sido inevitable hasta el momento, pero la compleja variabilidad del panorama actual probablemente exija una mayor riqueza, siquiera lingüística. Estas imágenes de Aitor Ortiz son un buen ejemplo de cómo la palabra fotografía se comporta con ellas como un corsé, porque van mucho más allá o se quedan mucho más acá de lo que ya esa vieja palabra significa. No en vano estas obras escapan de sus propios límites y se extienden por las paredes que las albergan, empapándolas, modificándolas, hiriéndolas.
Seguramente Aitor Ortiz consigue en esta exposición casi todo lo que pretende, entre otras razones porque apela sin ambages a la belleza –algo no tan romántico-, como vector del viaje que propone. Lo estéticamente agradable es, además de muchas otras cosas, persuasivo, y estos paisajes ambiguos atraen nuestra atención y azuzan nuestro interés por descubrir sus enigmas, complaciéndonos. Para ello utiliza herramientas de eficacia visual comprobada como la magnificencia en los formatos, fondos que se disuelven en una niebla misteriosa, y sobretodo esa luz casi religiosa que emerge desde el interior de la tierra, en cavidades excavadas como sagrarios en la roca, una luz que a veces se derrama como lava hirviente por las paredes limpias de la cantera; referencias que inevitablemente nos transportan a otros lugares, a situaciones probablemente no vividas pero que conforman el bagaje visual de muchos de nosotros. El autor ha tenido la habilidad de manejar con prudencia esos ingredientes que tan fácilmente pueden derivar en lo caricaturesco, sin dejar de arriesgar, como lo demuestra el hecho de imprimir algunas de las imágenes directamente sobre planchas de aluminio, algo que al menos en las condiciones lumínicas del espacio de Artium funciona con tremenda coherencia.
Contundencia. Las fotografías son raramente contundentes porque la realidad no suele serlo. La contundencia tiene más que ver con la ficción que con la vida, más con lo dramatizado que con lo contemplado. Ese es el territorio en el que estas imágenes se mueven con paso firme, porque no tenemos apenas referentes donde anclarnos ante ellas, porque la cantera negro de Markina parece obra de cíclopes o de extraterrestres, porque las fotografías/trampantojo nos obligan verdaderamente a acercarnos a la pared e incluso a tocarla para cerciorarnos de su falsedad. Es la fuerza de lo inaudito, la que nunca encontraremos en las fotografías que beben de lo real, como tampoco esa belleza mineral que sólo existe en nuestras ensoñaciones, en los decorados de películas góticas o en la ambientación de videojuegos.
Aitor Ortiz lleva mucho tiempo integrando sin pestañear las tecnologías digitales en sus obras, ofreciendo respuestas a lo que para la mayoría aún son preguntas sin resolver. No es lo alegórico el terreno donde las fotografías se mueven con mayor soltura, aunque sí puede serlo para estas imágenes que aún provocando asombro y pasión, no exigen del lector grandes implicaciones, quizás porque flotan ante nosotros sin referente alguno, sin nada que las descifre. Dejarse llevar por ellas es seguramente su mayor aspiración, dejarse acompañar por sus fantasías sin mayor intención que el mero disfrute, que no es poco. Lo fotográfico en ellas posee la dosis justa como para generar el interés y la duda, para invitar finalmente al deslumbramiento y guiar la mirada a través de lo meramente simbólico. Lo fotográfico funciona como un caballo de Troya que abre las puertas de lo literario para mostrarnos una escaramuza más de la secular confrontación entre naturaleza y artificio, donde el autor se comporta como un pequeño dios, un sólido creador capaz de mirar la imponente masa marmórea de Markina y de mostrarnos algo que sólo él es capaz de ver.
Clemente Bernad 2006
Publicado en Mugalari / Gara, 2006.
Exposición:
AITOR ORTIZ
Argizko hormak/Muros de luz.
Artium. Gasteiz.
2006ko otsailaren 8tik maiatzaren 1era