LA IMAGEN DE LA CULPA

Limitaciones de una lacónica fotografía.
Es frecuente que se nos muestren a menudo fotografías que nos imponen juicios éticos, sin que nuestra capacidad como lectores pueda percatarse a tiempo de la superchería. Fotografías que utilizan su propia fragilidad para ser sólo muñecos de un ventrílocuo moralista.   

   Tras el maremoto que arrasó  el sudeste asiático y durante las labores de desescombro y recuperación de los muertos, llegaron multitud de fotógrafos enviados por sus medios –diarios, revistas o agencias internacionales- para desarrollar una labor que se enmarca dentro de lo que se entiende como fotoperiodismo, es decir, para contemplar con ojos de periodista las consecuencias del desastre. El problema es que los ojos de los fotoperiodistas cada vez están más distorsionados por todo un universo de presiones procedentes de sus propios medios, de los lectores, de la competitividad entre colegas, de la carrera por conseguir la mejor y más espectacular fotografía.... y, en fin, de su propia idea de lo que debe ser el fotoperiodismo, convertido en una renqueante pantomima de sí mismo.   
   Un medio publicó una fotografía en la que aparecían tres personas tomando el sol en un lugar indeterminado. El pie de foto rezaba : Los turistas se desentienden de la catástrofe en una playa tailandesa. Parece claro que el fotógrafo tomó la imagen en Tailandia y además en una  playa afectada por el maremoto, pero lo que no está tan claro es si los supuestos turistas lo son efectivamente y si se desentienden o no de la catástrofe. Ese juicio moral está muy lejos del alcance de la fotografía en cuestión y supondría una improbable investigación acerca de los posicionamientos éticos de tales supuestos turistas. Y todo ello porque la fotografía, como todas las fotografías, no posee la elocuencia suficiente como para ofrecernos tal información. Porque,  ¿y si fueran miembros de los equipos de rescate descansando tras días  trabajo?. Se han publicado más fotografías como esta. Personas en bañador, bebiendo cerveza en las playas arrasadas, acusadas no sólo de insolidaridad sino incluso veladamente de formar parte de los ejércitos de pederastas que encuentran allá sus infantiles objetos de deseo.     
   El gran problema está justamente en el interior de la propia imagen fotográfica, en su ADN. Para las fotografías es muy difícil trascender de lo real a simbólico, es casi imposible ofrecer unas claves seguras y fiables al lector para que decodifique algo tan endiabladamente contradictorio como una simple metáfora. Los miles de años de desarrollo del lenguaje y de la literatura han destilado un profundo conocimiento del mundo de lo simbólico y de sus formas, pero la frágil e infantil imagen fotográfica aún no ha llegado hasta aquí -y probablemente no lo haga nunca-, aunque sin embargo vuela libre por otros territorios menos elaborados. Pero lamentablemente la tentación de utilizar la imágenes fotográficas como si fuesen palabras y construcciones abstractas provoca una injustificada e interesada confusión. Cuando un fotógrafo camina por una playa devastada llevando en su cabeza la imagen que desea conseguir y habiendo vinculado además esa futura imagen con su origen y con su  significado, está adentrándose en un territorio donde  es excesivamente molesto para él ver a las personas en un tiempo –el presente- y en un lugar –donde se encuentren-,  que constituyen toda la materia prima de que dispone para obtener su fotografía. Y no es en absoluto escasa. Pero transformar las personas en roles, despojarlas de su identidad para arrojarlas al limbo de lo arquetípico significa mirar con la soberbia de quien se sitúa más allá de lo real. Es legítimo que la literatura esté plagada de personajes que actúan según las motivaciones que los escritores quieran otorgarles, pero ahí fuera, en las calles o en las playas de Phuket no hay personajes sino personas de carne y hueso, con las que la fotografía debe plantear una relación mucho más complicada y astuta. Resulta de una ligereza imperdonable mirar a los demás y juzgarlos sumariamente sólo porque su culpabilidad encaje como un guante en la primera página de los diarios del día siguiente.  La clave del engaño descansa en la dificultad que tenemos como lectores para interpretar correctamente lo que una fotografía nos muestra apelando no a su propio código sino al de un artero fotógrafo.   
   Las fotografías tomadas según estos presupuestos son hoy mayoría en los medios de comunicación. Más allá de la fotografía periodística se abre otro mundo igual de convulso, donde también hay una batalla entre lo real y su representación, pero donde se admiten las licencias que el arte y la estética  otorgan a los autores. Si lo que se pretende es crear un mundo simbólico a costa de manipular conscientemente aquello que sucede ante uno, no hay problema en abrir las puertas de las galerías o de los museos. Pero si lo que se persigue es colgarse la etiqueta de periodista a la búsqueda de la verdad es necesario hacer previamente un análisis de qué lugar ocupa uno en la playa y cuáles son las herramientas de trabajo.    
  Luego, cuando se publica la fotografía, ya no cabe apelar a las buenas intenciones que condujeron al exceso de celo. El periodismo no se hace con intenciones ni las fotografías las pueden mostrar. Es excesivamente sencillo mirar desde la victimización pretendiendo encontrar culpables a golpe de obturador. Se puede argumentar que efectivamente sea rechazable que ciertas personas se diviertan sin tomar la suficiente distancia temporal ni espacial de una desgracia como aquella, pero ni la inocencia propia ni la culpa ajena cuelgan de una endeble imagen fotográfica.

Clemente Bernad 2005
Publicado en Mugalari / Gara, 2005.
Using Format