UN CONFLICTO SIN ROSTRO

   Se puede decir sin empacho que la guerra como objeto de la representación visual nace con la invención de la fotografía. Hasta entonces las representaciones pictóricas sólo conseguían evocar unos campos de batalla demasiado lejanos y unas hazañas demasiado idealizadas. La fotografía pone de pronto sobre la mesa el horror de las batallas, el espanto, el sufrimiento de los soldados, y sobre todo la certeza de la muerte. Y plantea de manera inmediata numerosos problemas éticos que perseguirán al fotoperiodismo a lo largo de toda su corta vida, desde que Roger Fenton fotografiara la guerra de Crimea de forma interesadamente falsaria. La situación no ha cambiado mucho, lamentablemente. La historia del fotoperiodismo que se ocupa de los enfrentamientos bélicos es un reflejo especular de estos: un universo complejo trufado de intereses, de mentiras y de manipulación, pero también de compromiso, dignidad y honradez. Si el propio fotoperiodismo plantea problemas éticos desde el momento en que utiliza un artefacto tan voluble como es la imagen fotográfica para tratar de testimoniar aquello que acontece en cualquier rincón de nuestras vidas, no es aventurado pensar que dichos problemas se multiplican cuando se trata de mostrar un conflicto violento en el que están en juego la razón, el poder, el futuro y la vida de miles de personas. No ha existido conflicto alguno en el que el fotoperiodismo practicado no haya sido objeto de graves controversias éticas y morales.
   No es sencillo adentrarse con una cámara fotográfica en un escenario en el que se manifiesta lo peor de la condición humana. Por eso la mayoría de los fotógrafos proclaman su limpieza moral al fotografiar las guerras y manifiestan que su íntima intención es que sus imágenes sirvan precisamente para luchar contra su existencia, imbuidos por un comprensible sentimiento de rabia y de voluntad por cambiar las cosas. Sin embargo, deberíamos preguntarnos si es legítimo pretender ir más allá de nuestras íntimas convicciones y capacidades, olvidando la certeza de que sólo ponemos humildemente en juego nuestro propio punto de vista y que difícilmente nuestras fotografías pueden llegar a ser instrumentos fiables sobre los que construir versiones veraces o referenciales. Puede que asistir como testigo al horror exija afirmar constantemente un posicionamiento ético que realmente nadie demanda.  
   Es posible que cada conflicto tenga las imágenes que se merece. Probablemente las imágenes de cada guerra dependan de cuál sea el grado de suciedad, de muerte, de odio, de encono y de sufrimiento de quienes combaten y de quienes se ven inmersos en ella; también del momento histórico, de las características sociales, económicas y políticas del lugar en el que se desarrolla y de los grupos sociales implicados; de la importancia geoestratégica y del interés mediático que despierte. Visualmente el conflicto del País Vasco apenas ha existido, ni existe. Ni se le espera. No existe un discurso fotoperiodístico que muestre cuáles han sido ni cuáles son las claves de uno de los enfrentamientos políticos más importantes y más largos de la Europa occidental de los últimos años. Hablamos de un conflicto de carácter nacionalista con más de mil víctimas mortales, gravísimas consecuencias económicas, problemas de convivencia social, discrepancias profundas en asuntos de territorialidad, cultura, lengua, etc…, con cientos de presos y con la dificultad que supone la convivencia diaria de grupos sociales de posiciones políticas irreconciliables. Un conflicto sobre el que se vierten ríos de tinta y que continúa siendo uno de los principales problemas políticos en la agenda de cualquier gobernante, pero en el que no se puede profundizar a través de un discurso visual documental simplemente porque dichos materiales fotográficos no existen o no se ponen en circulación de la manera adecuada. Hay un miedo cerval en ciertos estamentos y grupos de presión a que la visualización del conflicto vasco contribuya precisamente a su materialización como tal. Mientras no exista ningún material que atestigüe la forma en que dicho conflicto ha tenido y sigue teniendo lugar, más fácil es para ellos elaborar discursos de prestidigitación política. Lo que no se ve, no existe. Y si para ello hay que prohibir, ilegalizar, cercenar, censurar o manipular, apenas encuentran obstáculos para conseguirlo. La sombra de los instrumentos del poder es alargada.
   Hay conflictos que han sido visitados profusamente por profesionales que los han fotografiado con mayor o menor éxito, siempre trabajando para agencias de prensa o medios de comunicación. Desde la Guerra Civil española –que inauguró el género-  pasando por la II Guerra Mundial, Vietnam, Corea, Indochina, Angola, Irlanda del Norte, Oriente Próximo, las guerras de la exYugoslavia, El Salvador, Nicaragua, Afganistán, Ruanda, Chechenia, Iraq, etc.,…, los conflictos armados han sido fotografiados por reporteros de todo el mundo, de maneras diversas y con resultados desiguales. No ha sido el caso del conflicto vasco. Quizá su inexistencia visual hunda sus raíces en la continuidad de la política de ocultamiento informativo que se practicó durante la dictadura franquista, cuyos responsables preferían escamotear todo aquello que no encajase en su particular concepción de la vida política y social. Lo cierto es que mientras en el País Vasco cuajaba un conflicto espeso y sangriento, de gran calado social y enmarcado en un proceso político que atraía la atención internacional, la prensa española  prefería no hurgar en sus claves más íntimas. Quizás fue también la actitud más cómoda y sencilla de soportar, porque el conflicto vasco es un conflicto difícil de ver, aunque se mire con atención. No es obvio, ni espectacular, ni fácil de interpretar, por lo que su contemplación no encaja en los arquetipos visuales que lamentablemente necesitamos como lectores de imágenes. A lo largo de su existencia, la identidad visual del conflicto únicamente se ha manifestado de forma legible en sus características más estereotipadas y fáciles de consumir, normalmente las que acontecen precisamente para que unos y otros muestren justamente aquella imagen que desean mostrar. Manifestaciones, conferencias de prensa, desfiles, procesiones, fiestas, homenajes, actos políticos y cuantos eventos tengan la capacidad de escenificar adecuadamente cómo y por qué se combate. Parece como si todos los años de sufrimiento, todos los muertos, todos los presos y todas las palabras se pudiesen resumir mostrando las fotografías de unas banderas al viento, de algunos agentes antidisturbios o de unas cuantas algaradas recurrentes en las que hacer descansar el peso simbólico del conflicto. Pero las razones profundas, los sufrimientos sordos y constantes de las víctimas, las injusticias seculares y los odios enquistados siempre han discurrido de manera subterránea, alejados de los focos y del interés de los medios de comunicación, preocupados mayoritariamente por ofrecer sólo la imagen del conflicto que satisfaga sus intereses.
   Este es un conflicto que se muestra a través de imágenes esclerotizadas. Se opta sistemáticamente por fotografías que sirven sólo como ilustración de acontecimientos que nadie fotografía porque no interesa fotografiar. Paredes de pueblos elevados –o descendidos- a la categoría de símbolo a base de fotografiar una y mil veces sus pintadas para adornar cualquier tipo de información. Un conflicto que se expresa visualmente a través de símbolos que abaratan el discurso: máscaras, banderas, puños, manos, lágrimas, pancartas, crespones. Pero los símbolos no permiten penetrar en el alma de las personas. Es un conflicto sin rostros o, aún peor, cuyos rostros sólo son los de las víctimas de la violencia cuando lamentablemente adquieren una triste e involuntaria dimensión pública; o los rostros que distribuye la policía de aquellos que son buscados por la justicia. Un conflicto que se intenta representar arteramente a través de aquellos sucesos que sólo muestran el folclore y el exotismo de ciertas costumbres populares, justamente aquellos factores que más rápidamente agotan el discurso y lo cierran sobre sí mismos y que menos permiten reflexionar sobre los problemas reales. El conflicto vasco no ha llamado la atención de fotógrafos internacionales como ha pasado en otros conflictos, por causas diversas. Quizás debido al extraordinario esfuerzo que requiere trabajar en un conflicto que no ha mantenido un nivel sostenido del tipo de imágenes que más se valoran en el reportaje de guerra tradicional, por lo que la inversión en tiempo y energía resultaba excesiva. Quizás por el propio carácter impenetrable de todos los implicados en el conflicto, que no sintieron nunca la necesidad de mostrar abiertamente sus cartas a los medios de comunicación, por razones más que probables de seguridad y discreción. Quizás por desinterés hacia un conflicto considerado de menor rango. Lo cierto es que quizás debido a todo ello y a muchos otros factores ha retenido un aura inexpugnable de misterio, de dureza y de oscuridad, en consonancia con el propio carácter del país, poco dado a exteriorizar su carácter. Esto también ha significado un esfuerzo adicional para todos aquellos profesionales locales que han debido o han decidido mirar el conflicto desde sus propias calles, y que han sido frecuentemente acusados de favorecer con sus fotografías a unos u otros intereses, cuando no de colaborar activamente con la violencia. Esto no significa más que el olvido interesado de que un fotoperiodista es alguien que –salvo que declare lo contrario- trata de ofrecer una visión ajustada de los hechos que se desarrollan allá donde ejerce su labor, y que independientemente de sus ideas u opiniones sobre el asunto, trata de permanecer ajeno a las partes en conflicto. No podemos olvidar que la complejidad del trabajo y el riesgo asumido por los profesionales locales son infinitamente mayores que los de aquellos que carecen de implicaciones personales, políticas, familiares o emotivas.
  Las imágenes documentales molestan. Es inevitable. Son imágenes de referente real que retienen lo que ocurrió, que hablan del pasado, de lo que se hizo, que ofrecen la posibilidad de mirar con detenimiento aquello que quizás aconteció sin demasiada reflexión. Siempre acusan, siempre señalan, siempre ponen al descubierto una responsabilidad, un hecho, una omisión, algo que queda inscrito en la memoria y que puede llegar a ser peligroso. A pesar de vivir tiempos de simulacro y de versiones aligeradas de todo, las imágenes documentales continúan teniendo el extraño poder de mostrar con eficacia lo que pasó. Cualquier imagen documental que nos confronte con la realidad en la que vivimos interpelará de forma ineludible nuestra posición social o política. Por eso los buenos discursos documentales son constantemente perseguidos, censurados, ocultados y ninguneados. El caso del País Vasco no es una excepción. Pero por muy bueno que sea un discurso fotoperiodístico, sabemos que sólo adquiere sentido en función del contexto en el que se ubique, del uso que se haga de él, de su presentación en sociedad. Las fotografías -como dice un buen amigo-, muestran, no demuestran, y su capacidad para construir por sí mismas mensajes con significados estables es muy escasa, casi nula. Sólo su puesta en contexto y nuestra particular interpretación como lectores les otorgarán un sentido u otro. Pero para ello necesitamos verlas, leerlas, contemplarlas, aunque nos horroricen o nos produzcan una repugnancia visceral. Sin olvidar que los hechos son anteriores a las imágenes, y que éstas no existen sin aquellos. Demasiado a menudo descargamos sobre ellas la responsabilidad de nuestros actos, como si convertirlas en chivo expiatorio pudiese exorcizar las desgracias que nos rodean.   
   En la difusión del conflicto vasco se han puesto y se ponen en juego todos los resortes de control informativo posibles, desde todos los ángulos posibles, hasta convertirlo en un asunto menor, anecdótico, casi de postal o de banco de imágenes,  siendo necesario para su comprensión un esfuerzo suplementario y baldío que trate de completar todas las elipsis, todas las visiones sesgadas, todas las ausencias. Por ello necesitamos todas las fotografías periodísticas, incluso aquellas que nos muestran lo que no deseamos ver, para crecer como personas y para tener conciencia de nuestro lugar en el mundo y del tiempo en que vivimos, para saber qué fue lo que hicimos y cuáles fueron los sufrimientos que jalonaron nuestras vidas. Pero para enfrentarnos con ellas son imprescindibles espacios donde la libertad y la democracia estén plenamente garantizadas, donde no se le otorgue al totalitarismo ninguna oportunidad para imponer su versión yerma y amputada de las cosas.


Clemente Bernad 2010
Publicado en la Revista Capçalera del Col.legi de Periodistes de Catalunya. Nº 148, 2010.
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